Esa fuente me llama, como mana de ella el agua viva. Agua que no se si he de beber pero no la quiero dejar correr. Ansío retenerla entre mis manos, acariciarla suavemente en la hendidura de una madrugada en terciopelo cortada con el bisturí más preciso del cirujano exacto de la confección del destino. Aquel que decide si tuerzo el camino a ella o me desvío hacia el río, pregonando en mi interior cuanto he perdido por musitar y no gritar cuanto en ella deseo expresar de mi.
No deseo empero, sojuzgar mis impulsos bajo el cruel arrebato de una promesa. Más bien, sin perdon de quien me lea, deseo perderme en la inconmensurable estatura de su estirpe de mujer sin parangón, remedando en el vuelo incontenible al maremoto de pasiones que despierta en mi ser el bambolear de su cintura cuando, presta de gracia y de soltura, camina por las calles adueñándose del todo y de lo demás. Prefiero un no rotundo a la simple promesa de su gracia, aunque ello signifique el soñar más despierto que en pesadillas crueles llene de carmín torrente el lienzo de mi vida desparramándose desde mis ojos al oriente eterno de su búsqueda.
No me voy sin ella. Me voy con ella. Porque ella vive en mí, en mi átomo simiente, la matriz de mi existencia, donde llevo grabado a fuego las iniciales de su nombre como arrebatándole sangre a mis heridas.
Porque solo de ella soy y por ella vivo. Aunque yo así lo quiera. Y ella aún no lo sepa.